La filosofía de Krasznahorkai evoca al llanto de la vida por Javier Claure C.

 

Lázló Karasznahorkai


 


(Estocolmo) Javier Claure C. 

 

El invierno sueco no perdona. A las tres de la tarde ya es noche y el frío cala hasta los huesos. La Ciudad Vieja (Gamla Stan), ubicada en el corazón de Estocolmo, parece detenida en un paisaje de postal entre edificios ocres y rojizos, calles empedradas, tabernas, restaurantes, el mercadillo navideño y faroles que vencen la oscuridad como queriendo anunciar que algo bueno se avecina.


libros del escritor Lázló Karasznahorkai 


Cada 7 de diciembre de cada año, exactamente a las cinco de la tarde, este mismo lugar se vuelve escenario de uno de los rituales más solemnes de la cultura occidental: el discurso del Premio Nobel de Literatura en el salón de la Academia Sueca. Llegué a este local 45 minutos antes de que empezará el acto. Luego de pasar el estricto control, me dirigí a la guardarropía, dejé mi abrigo y entré al salón. En un costado había un pequeño estante con folletos que contenían el discurso de  Krasznahorkai en tres lenguas: sueco, inglés y húngaro. El ambiente era de expectación contenida. Casi todos los asientos ya estaban ocupados, y se oían conversaciones en voz baja, un murmullo que se apagaba lentamente.

A las 16:55 hrs. entraron los miembros de la Academia Sueca, se sentaron en sus respectivas sillas situadas frente a la tarima desde donde el laureado iba a dar su discurso. Un silencio compacto se apoderó del salón. No se movía ni un alfiler. Solo miradas se cruzaban esperando al ganador del premio más famoso del mundo. Y a la hora indicada en punto se abrió una puerta. László Krasznahorkai flanqueado por Mats Malm, secretario permanente de la academia, aparecieron como dos personajes caminando en la casa de Alfred Nobel. El público, de pie, observaba al galardonado, y los aplausos estallaron como una ola incontenible, cálidos y prolongados. Krasznahorkai vestido de traje negro, camisa blanca y zapatos marrones andaba con la lentitud deliberada de quien ha medido muy bien cada paso. Acto seguido, Malm tomó la palabra para dar la bienvenida al flamante coronado con el Premio Nobel de Literatura. Luego, desde un paino negro de cola salían notas musicales de J.S Bach y de György Kurtág interpretadas por Pontus Carron.

Finalmente, Krasznahorkai se levantó de su asiento para dirigirse a la tarima, y empezó a leer su discurso, en húngaro, con las siguientes palabras: «En relación con este Premio Nobel, quería compartir mis pensamientos con ustedes sobre la esperanza; pero para mí, la esperanza finalmente ha llegado a su fin. Por eso hablaré, ahora, sobre los ángeles».

Da la impresión de que la «esperanza», en el sentido más amplio de la palabra, se ha extinguido definitivamente de su conciencia. Con esta insinuación Krasznahorkai rompe esa convención que dice: «la esperanza es lo último que se pierde». Y abre la puerta a una desesperación ontológica y existencial. El reciente laureado habla de «ángeles antiguos» que viven en una estructura celestial, y que descienden a la Tierra por un eje vertical infinito. Es decir, hay millones de millones de puntos entre los extremos del eje. Hay un recorrido, y en ese recorrido transcurre el tiempo.

 La Iglesia católica se ha apoderado de esos ángeles y ha creado un mundo angelical. Leonardo da Vinci, como también otros pintores del arte medieval y renacentista, pintaron ángeles con alas que se han encarnado en el imaginario colectivo de ciertos pueblos. Los «ángeles antiguos», a los que supuestamente se refiere Krasznahorkai, son los ángeles alados impregnados de bondad, de protección, de felicidad, de suerte... 

La frase «Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día» es el inicio de una popular oración católica que muchos padres enseñan a sus hijos cuando son pequeños.

El autor de «Tango satánico» también habla de una especie de «ángeles nuevos» sin alas, sin mensajes, vestidos con ropa cotidiana y que, además, se encuentran entre nosotros. Este tipo de ángeles no tienen una connotación religiosa. Son ángeles que, en el fondo, tienen más de diablo. Por lo tanto, son «ángeles camaleones». Unas veces se muestran como criaturas creadas por un Dios, cuya misión es proteger y guiar a los seres humanos. Otras veces, la mayor de las veces, son diablos de cinco cuernos que manipulan la realidad con cizaña. Entonces la maldad, las injusticias envueltas en papel navideño, las mentiras empapadas con chocolate, los pensamientos color mosca y las noticias falsas; no están en el cielo, sino más bien en lo mundano. Todo ese bulto negro no tiene hogar, pero lo hacen pasar por un tubo con filtro alumbrandolo con luz verde. Y lo anuncian como si fuera verdad,  esperando que la información se haga nido en las mentes de los ilusos.

Cuanto más ignorancia existe en el mundo, más fácil es dominar y controlar a una masa amorfa que no encuentra su norte. Según Krasznahorkai Elon Musk estaría entre los ángeles sin alas. No habla mal de él, sino utiliza su nombre en forma figurativa dentro la vida moderna. Sabemos que es un multimillonario que cree ser dueño y señor del espacio y del tiempo. Quizá también piensa que sus millones de dólares le dan poder y autoridad para opinar, absolutamente, en todos los campos de la sociedad.

En resumen, intuyo lo que quiere decir el genio de las palabras: hay ángeles sin alas que irrumpen en la sociedad sin dar esperanza y sin contribuir a una visión humana más profunda. Las personas con mucho poder tecnológico, los bancos que blanquean el dinero sucio, ciertos grupos políticos, corporaciones sospechosas y los canales mediáticos que no están en sintonía con la veracidad; pueden dejar menos espacio para la compasión, la solidaridad, la imaginación y la empatía. Además, las élites corruptas, rapiñas y mitómanas están forradas con alquitrán. Y lo más curioso: se atreven a dar extensos sermones de moral, de ética y de democracia. Todo este paquete de conductas lleva a la deshumanización. De ahí, la pérdida de esperanza y sentido en muchas sociedades del mundo.

Krasznahorkai continuó: «¡Ah, pero dejemos a los ángeles! Prefiero hablar de la dignidad humana» y pasó a la segunda parte de su discurso en donde habla de la humanidad con fascinación y certeza. Y utiliza un «tú» que no se dirige a un pueblo, a una persona ni a ninguna figura celestial. Se dirige a la especie humana. A saber, al «Homo habilis (hombre hábil)» que se levantó sobre dos piernas para fabricar herramientas de piedra. Después inventó la rueda, el fuego, las armas y las jerarquías. Creó el tiempo, el arte, el amor y los sentimientos. Ese mismo «Homus erectus (hombre erguido)» se sentó con el Señor de los cielos y puso nombre a las cosas. También construyó coches y barcos para trasladarse a diferentes partes del mundo, y se dio cuenta de lo que significaba tener fortaleza y poder. Krasznahorkai dice textualmente: «... Viajaste por lo desconocido de la Tierra, saqueaste todo lo que pudiste...». Aquí, da un golpe certero que hace temblar al mismísimo cielo para que bajen los ángeles alados como testigos de la justicia terrenal. Esas palabras están relacionadas con el colonialismo europeo, la conquista, el saqueo, el imperialismo y el papel de la violencia en la historia de la civilización.

Finalmente para iniciar la última parte de su alocución dijo: «Ah, dejemos la dignidad humana. Prefiero hablar de la rebelión». En este fragmento, Krasznahorkai, se acuerda de una anécdota personal ocurrida, en los años 90, cuando se encontraba en el andén de una estación del metro en Berlín. Allí, un mendigo estaba orinando en una zona prohibida. Encorvado por el dolor físico al orinar, gota a gota, no se percataba de la infracción a la ley. De repente, en el andén del frente, apareció un policía y empezó a gritarle con voz firme que dejará de orinar. Pero el susodicho, impulsado por su necesidad fisiológica, hizo caso omiso a la orden que venía del uniformado. Entre los andenes había una distancia de diez metros. Y empezó una persecución, por parte del policía que representa el bien y el orden, contra el mal; el mendigo encarnado en el desorden y la falta de respeto. Sin embargo, el policía no logró capturar al mendigo por esa distancia de diez metros existente entre ellos. Cabe señalar que esos diez metros no es solamente una distancia física, sino también es una brecha ontológica que refleja la fragilidad humana y la realidad de una sociedad. La escena, entre el mendigo y el policía, pone en tela de juicio una escandalosa hipocresía social: la sociedad prioriza el orden antes que la compasión.

Krasznahorkai terminó su discurso y recibió un ramo de flores por parte de  Mats Malm. De pronto, se esfumó del lugar como un suspiro en el viento, sin dejar espacio para preguntas ni para el clic de una cámara.

En fin, el discurso de Krasznahorkai es irónico, filosófico, poético y profundamente humano. Utiliza, consciente o inconscientemente, términos matemáticos. El laureado no ofrece respuestas, sino más bien  nos hace mirar el abismo, nos hace sentir el frío de las personas que viven en el submundo, y levanta los velos inmundos de los ángeles terrenales sin alas. También nos hace sentir el peso de ser humanos: rebeldes, frágiles y contestatarios. Por eso, ponemos el puño en alto; porque esos diez metros de distancia son también nuestros. Miden la supervivencia, el coraje y las ganas de seguir luchando por la justicia en este mundo que nos ha tocado vivir.

 

 (c) Javier Claure C.

Estocolmo

Javier Claure C. es un escritor y periodista cultural de origen boliviano radicado en Suecia 

 texto y fotos (c) Javier Claure C.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Acerca del cuento “El jorobadito” de Roberto Arlt Magda Lago Russo

Sobre el estilo indirecto libre en la escritura: Gustave Flaubert y Madame Bobary

Acerca del cuento "Continuidad de los parques" de Julio Cortázar