XXVIII Encuentro de poetas iberoamericanos: El aire de Salamanca olía a tinta y amistad por Javier Claure C.

 

                Poetas. De izq. a derecha: Clara Schoenborn, Priscilia Gac Artigas,
 Gustavo Gac, Félix Anesio, Joaquín Lera y Javier Claure







Poetas en el Instituto Torres Villarroel



(Estocolmo) Javier Claure C.

 

 

Entre el 12 y 15 del mes pasado, Salamanca se convirtió en el epicentro de la poesía internacional albergando el XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos. El evento reunió a voces de América Latina, España y Portugal. La ciudad, reconocida por su historia, brindó el espacio perfecto para la unión de poetas y músicos en una celebración por la palabra y la cultura. El acto inaugural tuvo lugar, el domingo 12 de octubre a las 10:30 horas, en el Aula Salinas del Edificio Histórico de la Universidad de Salamanca. El poeta Alfredo Pérez Alencart, figura destacada del encuentro, extendió unas cálidas palabras de bienvenida a sus colegas poetas, subrayando la importancia de este diálogo poético. Acto seguido, se dio paso a la lectura de poemas. Un momento que prometía explorar las profundidades del alma humana a través de la palabra versificada. Los autores, procedentes de diferentes países, desplegaron sus versos con una intensidad que osciló entre la introspección lírica y el compromiso social, recordando que la poesía no solo es refugio del espíritu, sino también espejo crítico de la realidad contemporánea.

 


                                     Poetas en el aula magna de la Universidad de Salamanca



Finalizada la sesión matutina, los participantes posaron para la tradicional fotografía colectiva ante la icónica fachada de la Universidad de Salamanca. Bajo el sol otoñal, los poetas se alinearon, envueltos en una brisa de hermandad, y daba la impresión que los relieves de esa fachada susurraban versos de Fray Luis de León o de Antonio de Nebrija. El clic de las cámaras congeló un mosaico humano: rostros, gestos, sonrisas y miradas que se cruzaban como hilos de un tapiz trasatlántico. Y así, como el Tormes fluye sin detenerse, el encuentro se desplegó en una sinfonía de versos que tejieron un lienzo inolvidable. Desde la Hospedería Arzobispo Fonseca, los poetas caminaban en grupo hacia los escenarios donde la palabra cobraba vida. Cada jornada constituía un nuevo capítulo: no lineal, sino de naturaleza circular, similar a un abrazo que reúne diversas nacionalidades.


                                      Participantes en el XXVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos        



En el hermoso Teatro Liceo de tres plantas, ubicado en el centro de Salamanca, y en presencia de la famosa escritora salmantina, Pilar Fernández Labrador, las voces de los poetas se alzaron como antorchas en la noche iluminando el alma de los presentes. También participaron el Grupo Musical «Concierto 3», el cantautor chileno Héctor «Tintín» Molina, la cantautora española Tsara Mars, el músico irlandés John Hoban y el cantautor español Joaquín Lera. Todos ellos emitían acordes que parecían ser arrancados del mismísimo corazón de la tierra. Cada palabra pronunciada era un sonido de vida que resonaba en las paredes del teatro. Y esas paredes murmuraban la existencia de un espacio muy antiguo que condensa siglos del saber: el Aula donde Fray Luis de León impartía sus clases. El poeta y teólogo agustino pasó cinco años en una cárcel de Valladolid por haber traducido, el Cantar de los Cantares Bíblicos, del hebreo al castellano y sin licencia eclesiástica. Cuando salió de la prisión volvió a dar clases en esa aula, y dicen que comenzó su clase con la frase: «Como decíamos ayer...». 

La visita a ese lugar fue algo impresionante. Ver los bancos de madera maciza, toscos, desiguales y marcados por el tiempo; era como desenterrar las palabras de Fray Luis de León que aún laten bajo la tierra salmantina. En un lado del aula se encuentra la tarima desde donde el poeta hablaba ante sus alumnos. Mientras que en otro costado, se puede observar un pasillo angosto. Pero no era para caminar, sino más bien era un lugar marcado por la jerarquía académica y social de aquella época. Ahí, se sentaban los doctores y los invitados de honor.

Y como si el pasado abriera una puerta secreta, nos llevaron a la Biblioteca General Histórica de la Universidad de Salamanca. Allí, bajo una luz que simulaba venir del siglo XVI, nos mostraron un libro escrito con puño y letra de Fray Luis de León. En otro libro, un enorme Atlas, cuando el bibliotecario nos explicaba, de pronto pronunció: «Potosí de Bolivia». Entonces, mi pensamiento se deslizaba por un puente construido, con lingotes de plata, desde el Cerro Rico de Potosí (Urqu P’utuqsi) hasta la Plaza Mayor de Madrid. Y en el centro de la Plaza veía un letrero con la expresión creada por Miguel de Cervantes: «Vale un Potosí». Bolivia sigue brillando con sus riquezas naturales, y está presente en ese Atlas recordándonos que la historia también se escribe con cicatrices.

Pero no todo lo que se muestra en una biblioteca es luz. Durante la Inquisición, la Iglesia católica y la Corona española tenían el control absoluto sobre lo que se podía leer. Y, en consecuencia, estaban encargadas de velar por la pureza doctrinal del cristianismo. Es decir, se debía evitar la propagación de ideas subversivas o contrarias a los intereses del Estado. Cualquier libro que hablara de temas sobre la libertad de pensamiento, las ideas republicanas o que cuestionara la autoridad de la Iglesia, podía ser prohibido o censurado. Esta actitud, autoritaria, también era válida en las colonias americanas. En este contexto, Francisco Gachupín fue uno de los personajes que, en su rol como funcionario de la administración colonial, estuvo involucrado en el proceso de censura de ciertos textos. En la Biblioteca Histórica nos mostraron libros censurados. En algunos casos se utilizaba tinta negra para manchar un texto o páginas que se consideraban sediciosas. En otras circunstancias se pegaba un papel blanco, con una especie de adhesivo, sobre una página. Así se ocultaba el texto por completo. Y en los casos más extremos, simple y llanamente, se arrancaban páginas completas que contenían «información peligrosa».

Sin embargo, no todo lo que se arranca muere. La poesía resucita donde se la intenta enterrar. Ni tampoco el papel barato puede callar los pensamientos, los sentimientos y las palabras que encienden el lenguaje poético. En este sentido, los poetas se dividieron en grupos para leer poesía en diferentes colegios de Salamanca. A mí me tocó leer en el Instituto Torres Villarroel. Jóvenes de diecisiete años, flanqueados por sus maestros, se mantenían en absoluto silencio para escuchar poesía. Esa mañana, entre un ritual poético, la palabra se hizo nido en las mentes de los estudiantes. ¿Y quién sabe? Quizá algunos de ellos sean los futuros poetas de Salamanca, porque como decía Reubén Darío, la juventud es el divino tesoro de un país.

Finalmente, el clímax llegó el último día cuando el alcalde de Salamanca, Carlos García Carbayo, recibió a los poetas en el lujoso salón con espejos del Ayuntamiento. Dio la bienvenida a los presentes, e inició su discurso evocando la rica tradición literaria de Salamanca. A continuación, se rindió homenaje a los poetas, Salvador Madrid (Honduras) y Juan Carlos Mestre (España), con la entrega de distinciones de Huéspedes distinguidos.  Asimismo, el poeta Raúl Vallejo (Ecuador) recibió la Medalla Fray Luis de León. Tras el acto protocolario, las diferentes delegaciones fueron fotografiadas con el alcalde, inmortalizando sonrisas que simbolizan la unión a través del verso. Y para culminar la jornada, abrieron los balcones del Ayuntamiento. Así, los poetas podían observar, desde arriba, la Plaza Mayor de Salamanca. En esos miradores, donde cada barandilla es un poema, se sacaron fotos capturando no solo vistas icónicas, sino también el ambiente de fraternidad.

En fin, el haber participado en este Encuentro de Poetas Iberoamericanos, considerado uno de los más importantes del mundo, ha sido una experiencia enriquecedora. He conocido a gente maravillosa, a colegas de tinta y papel. Cada poeta traía su acento único, y cada metáfora se convertía en amistad que florecía mientras pasaban los días. Y al escucharnos, brotamos como agua de un manantial: cada voz era un afluente que se juntaba al cauce común del encuentro. Y es que la poesía teje versos con hilos invisibles para recordarnos que en este mundo efímero de guerras, la felicidad no está en juntar cosas materiales. Son los lazos del alma, los que perduran y nos hacen más humanos.

 (c) Javier Claure C.

Estocolmo

Javier Claure C. es un escritor y periodista cultural de origen boliviano radicado en Suecia 

 

 

 

 


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