Han Kang: La escritora que llevó el peso de los muertos al Nobel por Javier Claure C.
la escritora Han Kang |
estudiantes asisten a la ceremonia del Nobel |
Han Kang con el secretario permanente de la Academia Sueca Mats Malm |
libros de Han Kang |
(Estocolmo) Javier Claure C.
El pasado sábado siete de diciembre,
la ganadora del Premio Nobel de Literatura, Han Kang de 54 años, pronunció su
discurso de aceptación ante la Academia Sueca y ante un público selecto. Toda
la atención del mundo estaba puesta en el majestuoso salón de la Academia
Sueca, situado en la ciudad vieja de Estocolmo.
A las cinco en punto de la tarde, Han
Kang, cruzó el umbral de ese salón acompañada por Mats Malm, el secretario
permanente de la Academia. Y se sentaron en la primera fila del palco reservado
para los miembros de la Academia. Acto seguido, se escucharon acordes que
salían desde un violín. La música de Johann Sebastian Bach llegó a los oídos de
los presentes como si el invierno sueco, con su aliento helado, se hubiera
puesto a cantar. Luego, Kang se levantó de su asiento, y con pasos firmes se
dirigió hacia una tarima. Eran pasos cargados de simbolismo: la primera
mujer asiática en recibir el Premio Nobel de Literatura, y también la novelista
más joven galardonada en los últimos 37 años. Kang venía a entregar algo más
que palabras, traía consigo el peso de una historia y el eco de voces
olvidadas.
La autora de la novela «La
vegetariana» leyó su discurso en coreano y con una voz melancólica. Las
palabras tomaban cuerpo, se elevaban con delicadeza, para después desvanecerse
entre los presentes y las estatuas, del salón, que parecían escuchar con
atención. Empezó contando que durante una mudanza encontró, en su depósito, una
caja de zapatos en donde había diez diarios de su infancia, y un pequeño
folleto donde escribió poemas en abril de 1979. Y dijo:
«¿Dónde está el amor?
Está dentro de mi pecho palpitante.
¿Qué es el amor?
Es el hilo de oro que conecta con nuestros corazones»
«Esas palabras me trasladaron a esa
tarde, hace más de 40 años, cuando hice aquel folleto». Kang explicó que a la
edad de 24 años publicó su primer poema. Un año más tarde publicó cuentos y se
convirtió en una escritora. Continuó ahondando en el proceso creativo de la
escritura y, como resultado, escribió su primera novela. Y acotó: «Me gusta
escribir poemas y novelas, pero tengo una especial atracción por las novelas».
Confesó que cuando escribe usa su cuerpo y «todos los detalles sensoriales». Es
decir, la escritura para ella no es solo un acto de la mente, sino un latido
del cuerpo entero. No escribe solo para narrar; escribe con todos los sentidos
para detectar las sensaciones que van tocando puntos sensibles de su universo
interior. En resumidas cuentas, da la impresión que Kang, en sus textos, toca,
huele, ve y escucha todo lo que se ha olvidado, lo que ha dolido y todo aquello
que ha quebrado los vasos sanguíneos.
Recordó que a los diez años vivía en
Gwangju. Y que en mayo de ese año, en 1980, estalló un golpe de Estado
perpetrado por el general Chun Doo-hwan. Y agregó: «Cuando tenía 12 años
descubrí, por casualidad en un estante de mi casa, un libro con fotos de
Gwangju. Lo leí a ocultas para que nadie me viera. El libro contenía fotos de
civiles y estudiantes que habían sido asesinados por las bayonetas y las balas
de los soldados. Toda esa gente había hecho resistencia contra el golpe
militar. Pero los sobrevivientes anunciaron, en secreto, el golpe para
demostrar la verdad que había sido distorsionada por el régimen militar que
tenía el control total de los medios de comunicación». Kang se preguntaba a los
12 años:
«¿Puede el presente ayudar al pasado?
¿Pueden los vivos salvar a los muertos?
¿Qué significa realmente pertenecer a la especie llamada humana?»
«Entonces pensé. Si quería cruzar el
camino imposible que se extiende entre la crueldad humana y la dignidad,
necesitaba la ayuda de los muertos».
Necesitar de los muertos. Qué frase
tan inmensa, tan imposible. Pero allí estaba ella, sosteniéndose con una fuerza
que venía no del orgullo, sino del duelo. Los golpes militares en cualquier
parte del mundo son la memoria teñida de sangre. Son las tormentas de acero que
caen sobre los pueblos como un cielo que se desploma lleno de furia y frío. Pero
también son, paradójicamente, los momentos donde lo humano se revela en su más
profunda fragilidad. Nace el coraje silencioso de los que resisten, y se
convierte en una llama tenue pero persistente.
¿Y cómo no necesitar de los muertos?
Ellos son los únicos que logran mostrar el verdadero rostro de lo humano. Sus
cuerpos marcados por las balas, caídos en las calles, en las plazas, en las
universidades no son un final, sino un espejo de la realidad. Un espejo que nos
devuelve el odio, la crueldad y el poder que ciega a muchas personas que se han
olvidado que la vida es un milagro irrepetible. Y surge la pregunta:
¿De qué espejo está
hecha la vida?
«El dolor», dijo Kang, «no solo nos
quiebra, también nos une». Al fin y al cabo, los que ya no están entre nosotros
se convierten en faros que iluminan el camino que nos toca recorrer. Las
palabras de Kang eran como pequeñas semillas lanzadas al viento helado de
Estocolmo. Semillas que llevaban consigo la promesa de la memoria. Porque para
ella, escribir es eso: sembrar los ecos de los que ya no pueden hablar,
asegurarse de que su silencio no sea el olvido, sino un grito eterno. La
crueldad humana con sus botas militares, sus bayonetas y sus balas puede
parecer insuperable, pero Kang nos recordó que hay algo que siempre sobrevive:
la dignidad. Esa fuerza silenciosa no necesita alzar la voz porque se siente,
por ejemplo, en el proceder de un estudiante que se niega a huir, en la mirada
de una madre que no baja la cabeza, en el corazón de una escritora que
convierte el dolor en palabras para que el mundo nunca olvide.
Al terminar su discurso Han Kang
parecía más luminosa, como si el dolor compartido con el público hubiera
encendido una vela en cada corazón. En ese instante, se sintió el peso de los
muertos que no nos deja olvidar quiénes somos, ni lo que podemos llegar a ser.
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