Preámbulos y ausencias en la Feria del Libro en Santa Cruz por Javier Claure C.
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De izq. a derecha: Guillermo Razo, Gaby Vallejo y Javier Claure |
En enero de 2004
emprendí un viajé a Bolivia después de muchos años de ausencia. El periplo comenzó en el aeropuerto de Estocolmo. Era
una mañana gris y fría que se deslizaba lenta entre los cristales empañados de
la terminal. Allí, rodeado de desconocidos que como yo, cargaban sus maletas
llenas de historias, me sentía feliz al solo pensar que retornaba a la tierra
en donde se forjaron los primeros latidos de mi identidad. A esa tierra que me
sostuvo cuando aún no sabía caminar y que me enseñó, con la paciencia infinita
de una madre, a dar mis primeros pasos en la vida.
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La poeta Marlene Durán Zuleta tomando la palabra, Oruro (Bolivia) |
El avión hizo
escalas en Londres y en Miami para finalmente aterrizar en La Paz. El vuelo de
Londres a Miami era largo, y el tiempo parecía detenerse en esa hilera de
asientos estrechos y conversaciones en voz baja. A mi lado, una mujer mayor
leía un libro, me acuerdo bien. El sonido de los motores provocaba un zumbido
constante y monótono que acompañaba mis pensamientos. Llevaba en mi maletín de
mano el manuscrito de mi primer poemario que se titula «Preámbulos y
ausencias». Empecé a leerlo tratando de encontrar algunos posibles errores. Así
pasaron las horas. Cuando llegué a La Paz, una mañana con un cielo despejado,
mi hermana mayor me esperaba en el auropuerto. Después de unos fuertes abrazos
con ella y lágrimas de alegría en mis mejillas, lo primero que hice fue tomar
un «sorojchi pil», una cápsula contra el mal de altura. La ciudad de La Paz
está a 3650 metros sobre el nivel del mar.
Posteriormente
fuimos al coche de mi hermana para continuar el viaje hasta mi ciudad natal
Oruro que se encuentra a tres horas de La Paz. En Bolivia, desde que tengo uso
de razón, siempre han existido conflictos sociales. Y ese día no era la
excepción. Había huelgas y protestas. El camino entre La Paz y Oruro estaba
bloqueado con enormes piedras, y mineros
que marchaban vociferando en contra del Gobierno fascista de Gonzalo Sánchez de
Lozada. Bolivia atravesaba una fuerte crisis política y social conocida como la
«Guerra del Gas». Y el presidente Sánchez de Lozada tuvo que renunciar a la
presidencia. Entonces el vicepresidente, el ultrarreaccionario Carlos Mesa
Gisbert, no elegido por el pueblo, sino cayendo como un paracaidista en el
patio del Palacio Quemado, asumió la presidencia entre los años 2003-2005.
Para llegar a la
ciudad de Oruro tuvimos que seguir otros caminos por las pampas del altiplano
boliviano. A veces eran caminos con pequeños monticulos, entre la paja brava,
que hacían temblar el coche. Se sentía un viento helado y, de vez en cuando,
aparecía un pastor cuidando sus ovejas. Entrando a Oruro invadieron los
recuerdos en mi memoria. Veía muy emocionado a mi ciudad. Los nombres de muchas
de sus calles que pasábamos los repetía mentalmente. Y pasando por la Plaza
principal, a eso de las cuatro de la tarde, lo vi caminando al poeta Alberto
Guerra (Q.E.P.D.), a quién había conocido en Estocolmo en un Encuentro de
Poetas y Escritores Bolivianos en el año 1991. Yo fui uno de los organizadores
de este magnífico encuentro. Entonces, inmediatamente hice parar el coche y me
dirigí a saludarlo. Nos dimos un abrazo, se emocionó mucho al verme, y me
invitó ese día a una reunión de la Unión Nacional de Poetas y Escritores de
Oruro (UNPE). Le dije que estaba cansado y que más bien asistiría a la próxima
reunión. Y así fue. Me presenté con el manuscrito de mi primer poemario, y fue
justamente Alberto Guerra quien escribió el prólogo de mi libro.
En abril de
2004, un trozo de mi alma tomó forma en palabras. Mi primer poemario,
«Preámbulos y ausencias», vio la luz en el salón del Instituto de Bellas Artes
de Oruro. El recinto se vistió de una luz distinta, una luz que no provenía de
las lámparas. Era la luz de los recuerdos que se filtraba desde lo más profundo
de mis entrañas.Volví entonces a mi niñez, a mi adolescencia y a mis raíces. El
poeta Alberto Guerra me presentó con palabras que eran como pétalos cayendo
sobre mi pecho. Luego, como un viejo oráculo de tinta y de papel, Luis Urquieta
Molleda (Q.E.P.D.), fundador del legendario suplemento literario «El Duende»
del periódico La Patria, tomó la palabra. La poeta Marlene Durán Zuleta y el
escritor Jorge Encinas también tomaron la palabra. El salón parecía más un
corazón latiendo que una sala de conferencias. Se mezclaban los rostros del
pasado y del presente: mi familia, las amigas de mi madre, los vecinos que
vieron mi adolescencia pasar como un verano, los amigos y amigas de colegio que
traían consigo las risas de otros tiempos. Poetas, escritores y gente que ama
las palabras me acompañaron con una magia que solo existe en determinados
momentos de la vida. Leer mis poemas frente a ese hermoso público fue como
abrir un baúl de recuerdos. Sentí que todos éramos parte de una misma melodía,
y que allí estábamos juntos como una numerosa familia festejando un cumpleaños.
En la ciudad de
Cochabamba, la hermosa ciudad del valle, presenté mi poemario en «La Casa del
Artista». Un lugar que parecía flotar entre la nostalgia y la fuerza de la
palabra. Como preámbulo de lectura de mis poemas, el sonido de una guitarra y
la voz de la cantante Estela Rivera llenaron el aire como un susurro de viento
entre las hojas en una tarde de otoño. Cada acorde parecía cantar no solo para
el público, sino también para los fantasmas de mis propios versos. Gaby Vallejo
Canedo (Q.E.P.D.), maestra de ceremonias, nos envolvió con su voz dulce y firme
como un abrazo que no se ve, pero que se siente hasta los huesos. El escritor
mexicano Guillermo Razo Cuevas, con un acento marcado de otras latitudes, tomó
el micrófono y me presentó como quien presenta a un viejo amigo con cariño y
con palabras salidas desde su corazón. Las paredes del lugar estaban
impregnadas de versos invisibles. Y mis poemas también pasaron a formar parte
de ese cuadro. Leer mis poemas allí fue casi un acto de rebeldía contra el olvido.
En Santa Cruz,
una ciudad del oriente boliviano en donde el horizonte parece infinito, el
escenario cambió pero la magia persistió. En mayo de ese año, mi libro fue
presentado en la Feria Internacional del Libro en Equipetrol. El poeta
chuquisaqueño Luis Andrade me presentó con la calma de quien sabe que la poesía
es un pájaro que vuela alto y libre. La escritora Blanca Elena Paz también tomó
la palabra. Su voz era como un hilo de seda que unía a todos los presentes en
un solo sentir. La feria con su bullicio, su colorido y con el cruce de poetas
y escritores, era un universo paralelo donde las palabras rendían pleitesía a
la literatura y a la poesía. Ese día, al mirar a mis familiares y amigos entre
el público, sentí que todo el camino recorrido hasta entonces tenía sentido.
Leí mis poemas con mucha emoción.
Esas tres
jornadas poéticas fueron el puente que conectó a mi persona con mi tierra, con
mis familiares y con toda esa bella gente que me acompañó. Todo aquello era un
acto de amor por la vida, por los recuerdos y por la poesía. Al fin y al cabo,
eso somos: historias contadas en voz alta, ecos de un susurro que se niega a
desaparecer. Oruro, Cochabamba y Santa
Cruz se convirtieron en tres estaciones de un tren que no deja de avanzar. Y
los atributos urbanos de esas ciudades como palmeras, jardines, fuentes de
agua, edificios, museos etc; abrieron un amplio sendero para mi poesía. Una
poesía que no se detiene en lo romántico ni en lo familiar, sino que se
extiende hacia la humanidad en su totalidad. Todo esto se refleja en mi nuevo
hijo literario, ¿De qué espejo está hecha la vida?, recién publicado en España.
En conclusión, con la lectura de mis poemas comprendí que mientras haya un
público dispuesto a escuchar versos, las palabras nunca morirán.
(c) Javier Claure C.
Estocolmo
Javier Claure C. es un escritor y periodista cultural de origen boliviano radicado en Suecia
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