Leer - Marco Aurelio Rodríguez

 

Marco Aurelio Rodríguez


(Santiago de Chile) Marco Aurelio Rodríguez

 

No sé si la lectura sirve de algo o te hace mejor persona. A veces pienso que no.

Cuando pequeño, y debido a mi pobreza (material y de las otras), mi padre, un gran lector, mantenía los libros alejados de uno, los resguardaba en cajas ocultas en rincones que, luego de siglos, se convirtieron en una rancha a punto de caerse que, si de algo morirá mi padre, será de acumulación y no de vejez. En otra habitación en ruinas había restos de todo, incluso de libros. Y pese a mi magra educación institucional (y de las otras), buscaba allí yo libros para leer. A ellos les faltaba también algo, un principio, un par de hojas o, mejor, un final. Y yo los remediaba con mi imaginación de escape.

El hombre de la máscara de hierro. El caso del loro perjuro. Los campesinos y otros condenados.

¿Por qué leía? Mi colegio ―colegio con número, sin derecho a nombre; colegio NN, libro sin seudónimos ni tapas― culebreaba antiguas bodegas de arcilla y espectros; los profesores ―ebrios de esa vieja pobreza de estar― no leían bien a sus alumnos que deambulaban por un parque sinuoso y por salas de clase dibujadas en tiza. ¿Cómo uno podía leer el mundo así?

Entonces el mundo estaba afuera. Había que encontrarlo.

Flash Gordon. La Pequeña Lulú.

Leí de un astronauta que llegaba, luego de un viaje espacial, al pueblo de su niñez y llamaba a la casa de sus padres, y el reloj de la melancolía y el de la inocencia no coincidían. Ray Bradbury.

Leí de héroes que pueden presumir la vida cotidiana, porque sus aventuras son la vida cotidiana. Francisco Coloane, Manuel Rojas.

Leí mucho en mi vida. Lo que fuera. Desde un tratado de autopsias hasta Corín Tellado. Todo era sometido a examen. E incluso, y pese a mi riqueza (a mis ansias), no pude leer en francés (por eso de mi educación y bla bla bla), y lo quise suplir un día que fui al Instituto susodicho y pedí que me enseñaran “gratis” (―Ustedes ganarán ―les dije). Yo tendría unos dieciséis años y pensaba, pues de tanto leer sécase el cerebro, que ellos entenderían. Pero no era así. ¿...Acaso ellos no leían?, ¿el mundo no era igual con ellos?

Cuando estuve casado también leí. Pero la vida no estaba en los libros y me derrumbé por siempre. Mi vida era una rancha a punto de caerse y, de seguro, aplastaría mi cabeza y así fue. Me separé, me quedé sin dinero, alejado de mis hijos y, lo peor ―porque siempre fue así―, alejado de mí mismo.

El pabellón de las bellas durmientes. ¿Cuántas veces he vuelto?

¿Cómo echar a volar mil grullas...? Nada. Nunca entendí nada.

Mi imaginación siempre fue ajena: en los libros, en una casa (nunca tuve un hogar), en perderme entre los árboles. Nada de nada existe (y, sobre todo, menos el amor) si no parte de adentro, y eso no lo sabía. Yo no tenía adentro y me quedó claro porque en ese par de años (que sucumbí a la intemperie) ni siquiera tenía personajes dentro de mí, no podía soñar.

¿Cómo podía echar a volar mil grullas?

Entonces empecé a tomar pastillas que, claro, me llevaban a la nada total. A los nadie. Y luego pretendía regresar. Y no podía leer, estaba roto el puente. En un año vi mil películas. Pero no podía leer. Y entonces escribí. (De los nadie. Empecé escribiendo de gatos y de grullas y, claro, de zapatos.)

No sé si servirá ver películas. Ser un espectro en ellas.

No sé si la lectura por sí sola sirva de algo. Pero escribir es la resulta de lo que se busca que es leer, extraviarse. Escribir es llegar y completar esos libros, los que no tenían principio ni final, aquellos que carecían de nombre. Lo que pedía su ser empezó a pulsar dentro de mí, pero ahora con fogonazo de alma, con mis hijos que siempre están, ellos también me leen leyéndose a sí mismos (alguna vez leí esta hermosa sentencia: “dame un abrazo y tendré un hogar”), y empezaba a ser leído también por los demás. (Así como otros escriben para que los quieran, yo leo para querer a los que me interesan.) He aprendido a jugar con los mundos porque poseo uno: mi libro es mi silencio que hurga. Con defectos y todo, ese soy yo, pero con tapas y sin hojas que le falten y no arrumbado en una habitación desconocida.

Canetti. ¡Qué delicado es pensar, qué hermoso! [Releerlo]

Joseph Roth, el santo bebedor.

Peligroso leer a Houellebecq. Borges, siempre (él, que no quería ser Borges por toda la eternidad, claro), Amélie Nothomb, una jocosa neumático (sic). El infaltable Fernando Pessoa: Tengo que escoger lo que detesto: o el sueño, que mi inteligencia odia, o la acción, que a mi sensibilidad repugna; o la acción para la que no nací, o el sueño para el que no ha nacido nadie. Resulta que como detesto a ambos, no escojo ninguno, pero, como alguna vez tengo que soñar o actuar, mezclo una cosa con la otra.

No más de un poco de Ian McEwan (la parte sensiblera) y de Paul Auster (la parte no sensiblera).

Leer es encontrar un montón de hormigas adentro de una caja. Es algo extraño.

Leer no es un acto humano como alimentarse o defecar. Leyendo no se vive. O en su defecto sí.

La Bella Durmiente. Ofelia. Me gusta cuando callas porque estás como ausente.

Si te dejaran solo en la floresta y no tuvieras un libro en tus manos..., ¿cómo sabrías que eres feliz? ¿Cómo sabrías que las flores y las estrellas y las aguas que sueñan, te leen a ti, te buscan?

Claro, hoy he vuelto a leer. Je lis, donc je suis.

 

 (c) Marco Aurelio Rodríguez

Santiago de Chile

Académico y poeta chileno.  Autor del libro de cuentos El amor es un globo que sube.    

 

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