Márcia Batista Ramos y los ríos de la memoria - Gregorio Cervantes Mejía
Márcia Batista Ramos |
Gregorio Cervantes Mejía |
De entre los diversos tópicos por los que discurre la narrativa de Márcia Batista Ramos (Rio Grande do Sul, Brasil, 1964) destacan la memoria y el linaje, presentes en varios de sus relatos.
Como una suerte de ríos en busca del mar, ambas temáticas
corren a lo largo de la narrativa de Márcia Batista de manera subterránea, en
ocasiones, o como pequeños y plácidos arroyos que se funden con el paisaje;
otras, como corrientes extensas y caudalosas, dominantes del entorno. Y al
mismo tiempo, permiten navegar por los demás géneros cultivados por la autora,
porque entre sus ensayos, su poesía, sus crónicas, aparecen una y otra vez.
La memoria y el vínculo con el lugar de origen, con los
lazos familiares y personales dejados atrás, son un tema recurrente en la
narrativa latinoamericana desde la segunda mitad del siglo pasado, por lo
regular asociado a los fenómenos sociales y políticos que han detonado las
constantes oleadas migratorias en nuestro continente: regímenes dictatoriales,
guerras civiles, violencia, pobreza, catástrofes naturales. Cada uno de estos
fenómenos ofrece matices distintos, explorados en diferentes momentos por los
narradores de nuestro continente, pero con un rasgo común en la mayoría de los
casos: dar testimonio de un fenómeno social, de sus consecuencias sobre el
colectivo y sobre la vida individual.
Si bien Márcia Batista no es ajena a estas vetas temáticas
(como puede observarse también en su obra ensayística), en sus relatos nos
ofrece una mirada más íntima al respecto: la memoria como un acervo colectivo a
través del cual se transmiten y preservan conocimientos y tradiciones. Y que
aparece, además, como una práctica femenina, porque son las mujeres (dentro de
sus historias) quienes resguardan y transmiten, de manera selectiva, aquellos
conocimientos considerados valiosos por el grupo.
No sé cuándo todo empezó. La
abuela de la abuela tuvo abuela. Esas cosas y tantas otras ya vienen costuradas
en los genes… En mis genes. (“En el nombre del padre, del hijo y de la madre”)
Por esa misma razón, las mujeres son las encargas del
resguardo y transmisión de la historia y la memoria familiares, una carga
preciosa (y muy pesada también) que no puede ser llevada por cualquier espalda,
por lo cual es necesario elegir con cuidado a la depositaria de este linaje.
Esta idea aparece en varios relatos de la autora, donde es
frecuente la existencia de casas con habitaciones clausuradas que resguardan
libros secretos, con sótanos llenos de objetos ocultos, cuyas puertas no se han
abierto en décadas, destinados a ser abiertos y redescubiertos por una sola
persona:
Los más antiguos sabían el motivo de haberlos encerrado en el sótano.
Los otros ya se habían olvidado y nosotros no teníamos interés en enterarnos…
Hasta que decidí hacer una reconstrucción, una refundición de mi vida, en una
casa de palabras: en la casa que fue de los ancestros. Porque sé que es
imposible curar las heridas por afuera y por adentro: todo empieza y termina en
uno, el mundo es tan grande como lo permitimos porque, en realidad, él es del
tamaño de nuestra casa y tan desconocido como ciertos rincones donde se
acumulan cosas desde hace tiempo y que nadie quiere tocarlas. Todos pasan y
repasan como si no hubiera nada, pero las cosas están ahí. (“Los trasgos
olvidados”)
¿Existirá acaso una familia sin trasgos en su sótano? ¿Sin
incidentes, secretos, acontecimientos que quisiera haber olvidado por completo?
Recuerdos, incidentes que se empeñan en permancer, en escaparse por cualquier
fisura, pero que más que una pesada carga, son vistas en estos relatos como
senderos para recorrer y comprender mejor el linaje familiar. Al menos, así se
plantea en “Las puertas invisibles del tiempo”:
Sabemos que el tiempo tiene puertas invisibles. Muchas veces viajamos,
las ultrapasamos. Lo sabes. Hemos vivido bellas experiencias, del otro lado…
Por eso, nuestra memoria está llena de recuerdos de días y noches, que sólo
nosotros planificamos y vivimos. Nuestro inventario cotidiano con gotitas como
diamantes líquidos, verano eterno, un niño que camina para después volar, la
niña solitaria, bailes, veinticuatro horas de cariño y tantas otras cosas que
se quedaron en la mente.
Traspasar esas puertas, asomarse a las habitaciones
selladas, atreverse a mirar de frente esos trasgos olvidados es, en estos
relatos, un acto de reconciliación y de comprensión del linaje familiar. Por
eso la importancia que en estas historias adquieren los antepasados, a quienes
resulta imprescindible reintegrar al grupo familiar, sentarlos a la mesa,
volver a escuchar sus historias, tenerlos presentes aún en silencio:
Los fallecidos se sientan a la mesa. Aún
se cocina lo que a ellos les gustaba. Pero, no se les menciona, excepto en sus
aniversarios de nacimiento y muerte. No se los menciona, apenas se respeta.
Deben estar descansando… (“En el nombre del padre, del hijo y de la madre”)
Somos, cada uno de
nosotros, un momento dentro de una continuidad temporal que se mueve como el
oleaje del mar, parece decirnos la autora. Y la única manera de tomar
conciencia de nuestra pertenencia a ese movimiento es apropiándonos de nuestro
propio linaje, de las historias que nos antecedieron y nos dieron forma. Porque
nuestra personalidad, nuestra individualidad, son tales únicamente en la medida
en que se integran a esa secuencia colectiva que nos antecede y continúa.
Resulta difícil, en primer término, hablar ciertas cosas
que uno no termina de entender. Quizás, uno nunca logra entender muchas cosas:
cómo nos tallaron; con qué barro fuimos moldeados… (“En el nombre del padre,
del hijo y de la madre”)
Recuperar la memoria familiar resulta
entonces una manera de volver a tomar contacto con ese barro del cual fuimos moldeados.
Hija de migrantes y migrante ella misma, Márcia Batista sabe bien de qué va
este proceso. Quizá por ello se trata de una temática a la cual vuelve una y
otra vez no sólo en su trabajo narrativo, sino también, como se dijo al inicio,
en su poesía y en sus ensayos.
Revelador, al respecto, el texto breve
“ADN”, que sintetiza en pocos y contundentes párrafos este viaje genealógico
sobre el cual se ha insistido tanto en las presentes líneas y que reproduzco
aquí a manera de colofón:
Los padres de algunos de mis abuelos, prefirieron ser cobardes vivos a
ser héroes muertos y se marcharon de Europa apiñados en navíos, para no
entregar sus vidas en la primera gran guerra que no les pertenecía, que ellos
ni siquiera entendían las razones, en un tiempo que nadie les explicó ningún
motivo, pero exigían el sacrificio de sus jóvenes vidas.
Ellos tuvieron valor de agarrar su maleta con una muda de ropa y dos
camisas, una foto de sus padres, un cuaderno de apuntes con un lápiz de carbón,
un peine de hueso, unas pocas monedas y cruzar el océano, para adaptarse al
nuevo idioma, en muchos casos, para introducirse en una nueva sociedad y
preservar sus vidas.
Vestían sombrero y corbata. Algunos trajeron en el bolsillo el reloj que
su padre les heredó al momento de la despedida, de la eterna despedida… Una
cadenita de oro con un crucifijo o un pequeño escapulario con la foto de su
madre.
Eran hombres jóvenes que no tenían ni veinte años y ya eran hombres
hechos y derechos, solos en un nuevo país. Eternamente amputados de sus seres
más queridos. De ahí, debe correr por mi sangre un cierto desarraigo que llamo
orfandad…
Cuando llegaron por estos lares, el abuelo Cesáreo conoció a mi abuela
Negrita su nombre era Isaltina, ella era hija de esclavos nacida libre. Los
padres de ella fueron arrancados de sus padres sin oportunidad de despedirse y
recibir la última bendición… Como último recuerdo trajeron a Brasil, una
lagrima cristalizada en el alma. De ahí, debe correr por mi sangre la eterna
sed de justicia…
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