De amor y libros - Paulina Juszko
Daniel Pennac, Como una novela.
La
vida es lectura: apenas paridos, nuestros cinco sentidos se aplican a leer los
signos del universo circundante que la inteligencia intenta interpretar. Fue el
afán de compartir estas experiencias individuales lo que impulsó al humano a
escribir y así aparecieron los libros. La lectoescritura nació, pues, de la
cualidad más noble del hombre: la generosidad. También las bestias son capaces
de esa primolectura, que es la condición misma de la supervivencia, pero no
producen libros: he ahí la diferencia. Un mundo sin libros sería entonces un
mundo animal. Feliz tal vez, como el rebaño en el poema leopardiano: Oh rebaño mío que
descansas feliz [...] porque pronto
olvidas toda
pena,
todo daño, todo gran temor;[1]
Por confortable que sea este limbo ovejuno,
felizmente (y para nuestra desgracia) elegimos ser Leopardi.
Los
que fueron alumbrados por segunda vez – y nunca más adecuado un término:
iluminados, dados a la luz – los que tuvieron por padre a un libro y por madre
a la lectura en este segundo y más significativo nacimiento, ya no pueden
volver atrás: por siempre serán lectores. La palabra escrita tendrá para ellos
tanto o más valor que las peripecias del mundo llamado “real”, porque sólo la
lectura posee la virtud paradojal de abstraernos de la realidad a fin de
encontrarle un sentido.
Pero
“leer” es un verbo que no soporta el imperativo. Igual que el verbo “amar” o el
verbo “soñar”. Esto dice Daniel Pennac al comienzo del entrañable y lucidísimo
libro donde reflexiona sobre la falta de interés por la lectura en los jóvenes
de hoy. ¿Y cómo se enseña a amar la lectura? Amándola. Según Pennac un entorno
amateur y no coercitivo es la mejor iniciación.[2]
Si
pienso en mi propia infancia, me doy cuenta de la importancia que tuvieron en
ella las letras: dicen que a los dos años ya las reconocía en las latas de
galletitas (aquellas grandotas con galletitas que se vendían sueltas);
seguramente después de cada acierto me premiaban con una y mi lectura era un
reflejo condicionado, semejante a la
saliva de los perros de Pavlov.
Como
estaba apurada por penetrar en el misterioso mundo de la página impresa, muy
pronto aprendí a leer en serio, atando los cabos que me tiraba un hermano
mayor. Germinó entonces en mi cabeza la peregrina idea de medir mis fuerzas con
el diario El Día, que recibíamos en
casa: me propuse leerlo de cabo a rabo, sin perdonar una sola línea. Duelo
inolvidable. Lo más duro fueron los clasificados con su letra tan pequeña y sus
incomprensibles abreviaturas. Entrenamiento precoz que tal vez explique por qué
luego no pude dejar un libro – por aburrido o malo que fuese – antes de llegar
a la última página.
El
aspecto ritual de la lectura en voz alta – que las monjas nos hacían practicar
diariamente – me fascinó de entrada:
paradas con el libro en la mano izquierda y dando vuelta las páginas con el
índice de la derecha; respetando los signos de puntuación y con las
entonaciones adecuadas, lo que suponía una buena comprensión del texto.
Pero
el responsable de mi segundo nacimiento no fue un libro sino un Billiken. Todavía veo en la parte
superior de su tapa las palabras Revista
BILLIKEN y abajo la i-
magen de una niña mirando la misma
tapa, secuencia en abismo que me llenó de pavor y angustia: la idea del
infinito hizo eclosión en mi mente como el gusano en la manzana. Empecé a
sospechar que no todo era como lo explicaban las monjas, de manera todavía
inconsciente empecé a buscar otras explicaciones leyendo todo lo que me caía
bajo la mano.
Qué
drama si no me dejaban ir a la escuela los días de lluvia. Esos días, como
había pocas alumnas, nos permitían leer a piacere cualquier libro de la
biblioteca del aula. Y allí estaba uno de mis amores y maná en el desierto de
mi infancia: El tesoro de la juventud,
con información para satisfacer la curiosidad, las ansias de conocimiento, con
ficciones para alimentar la fantasía, con divertidas anécdotas, con poesías y
tantas otras cosas: grabados, letras historiadas al comenzar cada capítulo,
viñetas para cerrarlos... Cuántas riquezas albergaban esas tapas encuadernadas
en tela y con qué placer daba vuelta aquellas páginas que el tiempo
amarilleaba... Un verdadero tesoro, en dos o tres tomos, si mal no recuerdo.
Deliciosas
primeras lecturas sólo comparables en disfrute
a las relecturas de la madurez, que nos permiten reconstruirnos a través
de las marcas, subrayados y llamadas que dejamos en los libros. ¿Y la sensación
algo turbia de estar violando intimidades cuando el libro es prestado y esas
marcas las hicieron otros...? Un nuevo libro es casi siempre una cita a ciegas,
pero la cosa se potencia si ya lo leyó y lo marcó alguien más: ahí nos sentimos
un poco ¿voyeurs? ¿swingers?
Otro
goce potenciado – aunque de distinta índole – nos lo proporciona la lectura de
libros que tratan de libros, esa literatura al cuadrado o al cubo donde una
ficción de segundo grado se encabalga sobre la de base, donde conviven e
interactúan personajes de diversos libros, donde se borra el límite entre
ficción y realidad; novelas como Don
Quijote de la Mancha o El club Dumas de
Pérez Reverte.[3]
En
otro trabajo enumeré algunas de las ventajas menos obvias del amor por la
lectura: - el libro siempre está
dispuesto, no histeriquea, no le duele la cabeza;
-
no desconfía de uno;
-
ocupa poco espacio físico y
se lo puede llevar a todas partes (salvo excepciones, como Los Sorias de Alberto Laiseca);
-
no nos exige nada;
-
nunca dice Vos ya no me querés, Estoy confundido, Necesito aire, hagamos un paréntesis, ni pregunta ¿Qué nos pasó...?
Y llegaba a
la conclusión de que el libro es cosa perfecta, si las hay, y la única sin la
cual yo no podría vivir.[4]
Lisez pour vivre, le
aconsejaba Gustave Flaubert a su amiga-amante Louise Collet. Sí, lectura y vida
son sinónimos. Empezamos leyendo en el libro del universo y seguimos haciéndolo
en ese otro infinitamente más sofisticado que es nuestra creación, la creación
más importante – y la más patética – del género humano: en el principio fue el
Verbo. Así, con mayúscula. Porque el Verbo engendró al Hombre, y viceversa.
(c) Paulina Juszko
Villa Elisa
Provincia de Buenos Aires
[1] Giacomo Leopardi, Canto notturno
di un pastore errante dell’Asia – In Canti,
Einaudi, Torino, 1967 – p. 193.
[2] Daniel Pennac, Comme un roman –
Gallimard, Paris, 1992.
[3] El Quijote nos da a leer “el
arte de leer” como un complejo reticular a la vez significativo y activo; como
un conjunto donde leer y actuar se complementan y confunden, ya sea para
escribir libros, atacar molinos o transformar el mundo. (p. 16) – Luis
H.Antezana J., Teorías de la lectura –
Centro de Estudios Superiores Universitarios y Plural editores, Cochabamba,
1999.
[4] La lectura enamorada,
ponencia para el II Encuentro Internacional de Escritoras Rosario/2000;
publicada en la revista Feminaria año
XIII, Nº 24/25, Bs.As., noviembre/2000 – ps. 86-88.
Paulina Juszko nació en Berisso (Provincia de Buenos Aires), Argentina.
Obra publicada.- Dos poemarios: Poemas del Yo
dios y Del vagar breve. Tres
novelas: Te quiero solamente pa bailar la
cumbia (Ed. de La Flor, Bs.As.,1995), Esplendores
y Miserias de Villa Teo (Ed. Simurg, Bs.As.,1999), El año del bicho bolita (Ed. Dunken, Bs.As., 2008). Un ensayo: El humor de las argentinas (Ed. Biblos,
Bs.As., 2000). Una obra de carácter testimonial: Vivir en Villa Elisa (Libros de la Talita Dorada, City Bell, 2005),
declarada de interés cultural por la municipalidad de La Plata.
Muchas de sus producciones figuran en
antologías y blogs.
Posee
numerosos inéditos en los que abunda la
sátira sociopolítica, el humor negro y el grotesco.
Ha sido traducida al italiano y al ruso.
Actualmente reside en Villa Elisa, Provincia de Buenos Aires
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