Los versos de Sor Juana, "De los más suaves y delicados que han salido de la pluma de una mujer" por Washington Daniel Gorosito Pérez

(México, D.F.) Washington Daniel Gorosito Pérez
                                                                         
Mujer extraordinaria, ornamento de su siglo, Sor Juana Inés de la Cruz aparece, casi como
un milagro en la segunda mitad del siglo XVII en la nación de un Continente que, a
mediados del siglo anterior, había empezado apenas a incorporarse a la cultura europea.
Tiene desde niña una gran curiosidad por el mundo que pronto se convierte en un deseo de saber y explicárselo todo, que sorprende en una sociedad tan joven y en una persona del sexo considerado tradicionalmente reacio a todo tipo de estudios y meditaciones.
Toda su niñez es un ardiente afán de sabiduría. Buscó una razón para justificar ese anhelo, que acaso a muchos parecería indiscreto o desproporcionado y en su respuesta a Sor Filotea de la Cruz nos dice que todas las ciencias y todas las artes son necesarias para entender bien las Sagradas Escrituras. Pero ese anhelo de saberlo todo y la práctica constante  para satisfacerlo no le restan feminidad ni encanto, ni tampoco usó de sus atractivos para hacer  pasar por sabiduría aquello en que no había ahondado la simple curiosidad.
Era cuidadosa y exigente en sus estudios y los tenía, no como vano ornamento de la natural  coquetería de la mujer, sino como ocupación  seria y grata de Dios. “El triunfo obtenido con
dolor y celebrado con llanto” es el modo de triunfar de la sabiduría, nos dice en la respuesta a
Sor Filotea de la Cruz, y explica también que el ángel es más que el hombre porque entiende. 
Causó admiración el caudal y la variedad de lo que sabía, pero también que fuera prenda de
mujer  tan joven y que no dañara ni disminuyera la gracia y frescura de su espíritu y su belleza.
Vivió tiempos felices en la corte virreinal, entre admiración y halagos, celebrada tanta por sus estudios como por  su belleza y deslumbrante personalidad. ¿Podrá alguien creer que no pensó en seguir viviendo en ese mundo amable, casada con algún  caballero de la corte? ¿Es posible que una joven de su edad y sus prendas no haya soñado no una,  sino muchas veces en ese halagüeño porvenir? Y, sin embargo, entra como monja poco después  de cumplir los 18 años. Ella explica que no tenía inclinación al matrimonio y que lo más conveniente para una muchacha de su condición, es decir, pobre y amante del estudio, era la vida conventual.  Pero, ¿vamos a creerle? A quien sepa leer sus versos nada podrá convencerlo de que su naturaleza repugnaba el matrimonio.
Su poesía demuestra por más que a sus experiencias falten todas las confirmaciones de
 hecho que se quiera, la gozosa convicción de que el amor es una de las mayores glorias de
la vida, sino la mayor. ¿Quién se atrevería a negar que haya tenido pretendientes en la corte?
Y el que sepa la forma en que la poesía recoge y sublima las experiencias de la vida.
¿Puede dudar  que fue amada, que lo supo y que, siquiera por un momento, haya agradecido y acaso correspondido  ese amor? ¿Por qué, entonces, abandonar repentinamente el mundo en que era celebrada para  encerrarse en un convento? Una joven con sus encantos y expectativas ¿Puede adquirir por  fulminante revelación la fortaleza y la austeridad necesarias para enderezar definitivamente su vida  hacia la solución ascética? La única explicación posible es que, justamente cuando estaba en la Corte,  un suceso desconocido e importante motivó su inesperada decisión. ¿Cuál fue este suceso? La explicación  más general entre sus biógrafos es que, bien una decepción amorosa, o bien el deseo de sustraerse a las  amenazas contra su decoro, acaso por parte de persona poderosa, la obligan a buscar el consuelo o la  seguridad en el convento. Esta explicación parece plausible y válida cuando se ignoraban ciertas circunstancias importantes de su vida, que nos ofrecen una causa más justificada para explicar su extraña y violenta conducta.
 Pero en 1947, Guillermo Ramírez España publicó el testamento de Isabel Ramírez, la madre de Sor Juana, en el que se lee: “Item declaro que yo he sido mujer de estado soltera y he tenido por mis hijos naturales a doña Josefa María y a doña María de Asbaje y a la monja Juana de la Cruz, religiosa del Convento del Señor San Jerónimo de la ciudad de México”.
¿Cuándo descubrió Sor Juana que era hija natural? Si fue cuando era dama de la Virreina,
podemos explicarnos su violenta decisión de huir a un convento. Para la vida que llevaba en la corte, y aún  para la realización de sus sueños y esperanzas, aquella revelación debe de haber sido un golpe terrible; la joven sentiría literalmente derrumbarse el mundo en que vivía. Ya se sabe que el hijo, muchas veces por sus propios méritos y otras por influencias familiares o políticas, podía mantener una posición decorosa y aún ascender en la escala social. Y a los nombres de don Juan de Austria y del venerable Juan de Palafox y Mendoza pueden agregar los de otras personas que no parecen haber sufrido menoscabo social por su condición de hijos naturales.
Pero la situación de la mujer era distinta; las cuestiones de honra y limpieza de familia parecían hacerla más vulnerable a las prevenciones o prejuicios en esta materia. Al matrimonio la mujer llevaba dote, y cuando ésta era cuantiosa solía salvarse el inconveniente de la ilegitimidad; pero en el caso de Sor Juana, el obstáculo  podía ser invencible porque la situación económica de la familia no le permitía dotarla generosamente. Pero aunque la sociedad ignorara o perdonara esa tacha de ilegitimidad. ¿La perdonó Sor Juana? ¿Se conformó con ella? Una vez  conocida su condición de hija natural ¿Mantuvo su confianza en la posibilidad de un matrimonio ventajoso? ¿Conservó las esperanzas de entrar en una familia de la buena sociedad de Nueva España?
Si permanecía en la corte. ¿No habrá temido verse expuesta en cualquier momento a una
investigación o a una indiscreta revelación sobre la situación legal de la familia? La decisión repentina de entrar al convento parece haber sido arrebatada y categórica a esos temores. Pero no sólo huyó al convento: quiso también quitarse su nombre. En su respuesta a Sor Filotea de la Cruz, unos
veinticinco años después del incidente, lo recuerda en éstos términos, a los que nunca se han dado la debida consideración:
“Y después en ella (en la comunidad) sabe el Señor, y lo sabe en el mundo quien sólo lo debió saber, lo que intenté en orden a esconder mi nombre, y que no me lo permitió, diciendo que era tentación, y sí sería”.
Y después agrega: “Señora mía, creo que sólo os pagará en contaros esto, pues no ha salido  de una boca jamás,  excepto para quien debió salir”. (¿Se refiere en ambos fragmentos a su confesor?) Una decepción amorosa o el temor de asaltos a su decoro podían muy bien llevarla al convento; pero:
¿Qué razón hubiera tenido en estos casos para intentar quitarse su nombre? El hecho de su ilegitimidad no ha sido valuado todavía como elemento fundamental en la vida de Sor Juana, ni se ha tomado en cuenta como factor para  explicar su carácter y psicología.
Alfonso Méndez Plancarte lo menciona en la breve biografía que va al frente del Tomo I de las Obras completas de la poetisa, pero no quiso detenerse en él como si lo considerara una ofensa de mal gusto a la memoria de la monja. Julio Jiménez Rueda, lo cita como un dato exterior sin meditar  sobre las consecuencias que pudo haber tenido sobre la conducta y la visión del mundo de Sor Juana. Por su parte  Francisco de la Maza, en el prólogo de la traducción española del libro de Ludwig Pfandl Diezahnte Muse von Mexico,  le resta con cierta precipitación toda importancia al hecho.
Todavía no se descubrían los documentos probando que Sor Juana era hija natural cuando Ezequiel A. Chávez (1868-1946) escribió su magnífica monografía, pero no hay duda que de haberlos conocido, hubiera utilizado el hecho que revelan en la explicación de la personalidad de Sor Juana.
No se conocían tampoco los documentos cuando el gran hispanista alemán Ludwin  Pfandl (1881-1942) escribió su famoso libro. Y no es atrevido pensar que el conocimiento de la ilegitimidad de Sor Juana le habría impedido buscar, en ocasiones trayéndolas de los cabellos, algunas explicaciones sobre los motivos secretos de la conducta de la poetisa.
 El libro, a pesar de tantas páginas de comentarios sutiles e interpretaciones novedosas, están dentro de cierta tradición erudita alemana sensible a inútiles complicaciones, y por otra parte, suele caer en gratuitas elaboraciones frecuentes en la  aplicación del método psicoanalítico a la crítica literaria. Sí, en su anhelo de saber, en su prurito enciclopédico, Sor Juana se emparenta con Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) y ambos anuncian desarrollos que se intensificarán en el siglo XVIII en que el campo de la poesía viene a ser como el término de un ciclo de gran importancia. Podría decirse que es el broche  de oro que cierra la lírica de los siglos XVI y XVII que, empezando en Garcilazo de la Vega (1501-1536), tiene su fin, en la Península española, con la muerte de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681).
La poesía de los Siglos de Oro, una de las de más alta calidad de la Europa renacentista, con la que sólo puede rivalizar la poesía de Inglaterra, tiene su esplendoroso crepúsculo en el continente americano, porque en los últimos años del  siglo XVII no hay, en todo el vasto imperio español, un poeta de la grandeza de Sor Juana Inés de la Cruz. Es poetisa lírica,
religiosa y aún filosófica, si de ello le damos crédito por su Primer Sueño. Pertenece a esa corriente que inunda a España, que crece y desborda con don Luis De Góngora y cuyas aguas revueltas ilumina todavía don Pedro Calderón de la Barca.
No es una simple imitadora, ni puede tachársele como por tanto tiempo lo hicieron los críticos académicos mexicanos y  extranjeros de una gongorista más, oscura y retórica.
Aprendió,  principalmente de Góngora, todas las galas de la nueva poesía; la línea atrevida y elegante, la riqueza y valentía del léxico, el gusto del verso fulgurante. Pero a todo ello agregaba gracia y mística propias, modulaciones de ternura, perfiles insinuantes y también toques de fino humor. Entre sus poesías tienen primer lugar las que cantan efusiones y sentimientos amorosos.
Con delicada sutileza matiza la expresión de sus emociones, encuentra imágenes de conmovedora ternura, sigue con perspicacia los vuelcos del corazón y tiene una lucidez psicológica que no aprendió de nadie, porque no era frecuente en la poesía de aquella época.
En su hondura, en su verdad tierna y palpitante, en el arrebato de su confesión sólo puede comparársele la monja portuguesa  Mariana Alcoforado (1640-1723) que abrió el camino al estudio de las pasiones. En ambas religiosas, en Mariana, yendo mucho más lejos que en Juana, la vida aporta las experiencias que alimentan y explican todos esos distingos, esas adivinaciones y esas sorpresas del alma que medita sobre el amor. Algunas de sus redondillas y endechas, de sus sonetos y liras, legan indudablemente un sitio entre los más grandes poetas de lengua española.
El erudito español Menéndez Pelayo, filólogo, escritor, crítico literario e historiador alaba su “expresión feliz y única”, y declara que sus versos son “de los más suaves y delicados que han salido de la pluma de una mujer”.

(c) Washington Daniel Gorosito Pérez
México, D.F.

Washington Daniel Gorosito Pérez es un escritor y periodista de origen uruguayo radicado en México


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